jueves, 12 de mayo de 2016

El Pozo


La señora que nunca había sabido conjugar cortinas, sofás y cigarrillos, permanecía mirando con cierta diversión los extraños juegos emocionales que ella misma removía en aquel caldero mágico, que a veces era un vaso, otras una copa o una taza de té. Para ello usaba un cucharón gigante hecho de muchas ensoñaciones que se materializaban cada tarde y cada noche cuando ella decidía aprovechar esa brisa de nordés que venía junto con unas manos frías, o esa cantidad ingente de agua congelada que traían muchos de los que pasaban por su local, o eso que se dejaban los que traían fuego en el alma o el océano en la sangre de tanto respirar salitre.
Removía y removía sin parar al ritmo en el que su cabeza martilleaban recuerdos y poemas, no se llegaba a entender del todo si trascendía la realidad para no caer derrumbada por su propia historia o porque había aprendido que esa era la única forma de poder vivir....
V estaba convencida de que la señora vivía así, removiendo, porque en ella también algo se movía. Ese era su juego, el crear un ritmo parecido a un traqueteo que le diese forma a lo que ella era y que acogiese a los que con sus distintos elementos de origen buscaban conjurar una quinta esencia que los hiciese trascender. Estaba completamente seducida por ese juego extraño que se da entre mujeres que aman más una idea que una realidad.
El muchacho que poco a poco se iba haciendo ya un hombre crecía sin poder evitar quedarse fuera, sin poder evitar que ese jardín frondoso que era su cabeza se fuese inevitablemente quedando seco. Seco de amor, no porque no pudiese amar, no porque no fuese amado, seco simplemente porque para él amar y ser amado eran las mentiras que llevaban al abandono. Porque la pasión nunca se había metido en su sangre hasta secarle las venas. Se estaba quedando seco por dentro y su florida prosa se deshilachaba como esas rosas rojas efímeras que son sólo de temporada. La señora lo había visto crecer y tenía para él grandes planes; un hombre culto y maravilloso que viviese plenamente la materia el aire, el fuego y cómo no...El agua.

V pensaba que la señora quería confirmar que un hombre podía ser como ella, que se podía tener hijos sin traerlos al mundo, y en cierto sentido V también quería creerlo. El pozo era todo lo negro, todo lo rojo y todo lo añil que se creaba ante las múltiples angustias que se exorcizaban entre esas cuatro paredes verdes. El muchacho prometedor fue descubriéndose como un hombre temeroso de sí mismo, un bloqueo hacia sus emociones profundas lo fueron condicionando y alejándolo de V, que si de algo sabía era de emociones profundas y pasiones vibrantes, de años consumidos a mordiscos y placeres devorados hasta la última consecuencia, pero de lo que más sabía era de la lealtad, porque aún a su pesar era leal como lo son las buenas lobas. Llamémosle H, porque no está y porque nunca será más que una letra muda, un silencio concordado y una apariencia vana. Llamémosle H  porque es la letra de su nombre, esa letra que acompaña y que para algunos como A se convierte en fundamental.

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