Llegó a mi vida un día
cualquiera de febrero, aún cachorro, con unos ojos como el cielo de las noches
de invierno; me atormentaba, rondándome, como queriendo cazarme como si entre
él y yo hubiese un lazo casi casi perpetuo: una condena tatuada en su pecho;
era su lengua la que lo hacía cercano y temido como una tormenta de arena en un
desierto.
Rondaba por callejuelas
estrechas, por un centro barroco dónde muchas de nosotras estuvimos presas. En
esos días caminaba yo todavía libre, inconsciente de mi herencia, del legado de
los siglos sobre mis hombros claros y mi lacio pelo.
Él ya me intuía, no atacaba,
no corría hacia mi garganta desnuda, ni con las fauces abiertas, ni todavía era
hijo de su padre, arma cargada y cierta. Sólo me rondaba, quizá imaginado como
sería hacerme su presa.
Fueron noches largas con
mañanas serenas, el tiempo era laxo y los sueños sólo sus sueños.
Sus patas se hicieron
largas, su hocico inquieto, saltaba por los tejados, aprendiendo mis secretos,
su manto fue cambiando y mi cabello creciendo. Lo coronaba ya una estela blanca
de invierno. Se hizo adulto y lo llamaron a filas, a cumplir con lo que había
sido impuesto. La caza no perdonaba ni a quienes cuyos nombres se enlazaban en
el cielo.
Las magas, un día, se me
aparecieron en sueños, traían un cuchillo ensangrentado, heridas por su cuerpo
y un colmillo marfileño, nítido, que enterraban en un agujero. Estábamos en el
monte de mi infancia, rico, pleno y lleno; robles, castaños y abedules se
enredaban a la carrera e mi pelo.
Una estrella se hizo fuerte
en mi frente y una angustia llenó mi
pecho, a la carrera mis pies descalzos pisaban musgo y helechos; no soñaba
evasión, soñaba con él persiguiéndome, no parecía un sueño. Oía el crujir de
las ramas, sentí sus patas en mi espalda y rodamos por el suelo. Con la humedad
en mi frente se hizo el silencio.
Sus fauces abiertas rozaron
mi cuello; ya en el suelo me giré y se abrió mi capa; un hilo de sangre bajó
hasta mi pecho y un destello invisible frenó su ataque en seco. Su mirada se
clavó en la mía, su lengua recorrió mi cuerpo que olisqueó primero y sin un
rasguño se dio la vuelta; un aullido rompió el silencio, me miró en la
distancia y entendí mi sueño. Su misión era matarme, acabar conmigo en mi
último resuello. ¿Por qué me dejó libre? mi eterna pregunta y mi único
consuelo.
Y bajo mi capa púrpura
agarré fuerte mi cuchillo, empecé a planear como mis pájaros podían hacerse con
su vuelo. Lo siguió mi lechuza, mi ave de noches en vela, la más firme, la que
era mi hermana en ese tiempo.
Corrió kilómetros a paso
acelerado, ella lo seguía con su aleteo, me llegaron noticias, supe que había
cruzado siete ríos, siete sueños.