martes, 13 de noviembre de 2018

Algunas no vivimos en París.





                                                Óscar Millarengo.
Quieren hacer de nosotras muebles endebles

 con carcoma.

Quieren que aceptemos sus normas a cambio

de migajas de cariño y apoyo.

Quieren, algunos hombres, algunas familias y

todas las sociedades que seamos la respuesta   

correcta, el icono representativo de mujer que

se han inventado.


Pretenden que con un te quiero condicionado 

seamos incondicionales; que asumamos que

por nuestro rol tenemos que proyectar su idea de

madre, su idea de “lo correcto”.

Lo que entienden como perfección.


No soportan que nos rebelemos, que saquemos a la luz, cuando lo que somos choca con 

ellos, sus  miserias y sus limitaciones.


Es en ese momento cuando atacan por donde duele, cuando te condenan al silencio, o te 

señalan con el dedo gordezuelo de cura medival.

Hay infinidad de variantes.


Entonces tú, mujer, te das cuenta de que no te conocen realmente y que esa parte de ti, 

que te hace ser lo que eres y no otra cosa, no la han visto.


Probablemente  han visto tu pelo, tus ojos brillantes o cualquier otra parte de ti que te

identifica pero que no te define. Han visto lo que no es tu esencia.


Descubres que su querer, su apoyo, a parte de ser condicional, es también condicionante.


Y retomas el camino para poder seguir en tu piel; te reafirmas en esa esencia que no ven,

que no entienden.


Te rebelas una vez más, te pones tus bragas de feminista adulta y el chubasquero amarillo

de : “me resbala” para obviar las frases lapidarias como: “Eso no es propio de ti”, “siempre

estás igual”(por  decir dos).


Y mientras vas con tu chubasquero amarillo y tus bragas de feminista, tienes la suerte de 

encontrar a otras personas que sí te ven, que miran de frente y no de reojo, y te apoyan y

te reafirman y te lo dicen, con o sin palabras, y eso hace que te sientas menos inadecuada,

más tú, más libre.

Estas personas son las que hacen que la vida valga un poco más la alegría y no la pena.

Porque como leí por ahí no hace mucho, y ahora versiono:

 “No buscamos quien nos bese en París, buscamos a quien nos ame en Vietnam”.


sábado, 10 de noviembre de 2018

Mi Lobo. Cuarto Aullido.



Me atacaron una noche oscura, como la verdad y la ceniza, me desmontaron del caballo, de mi yegua querida.
Sucedió entrando en el bosque, en el cubierto de los druidas; salieron hombres y lobos de la nada atacando como jauría.
Tendida en el suelo me iban rodeando a un paso de la guarida; la primera en llegar fue una loba blanca como una luna encendida. A lo lejos se oían gritos y pasos, ruido y miedo en forma de algarabía.
No podía moverme, unas patas poderosas me clavaban los hombros contra la hierba fría, y unos dientes afilados bailaban cerca de mi garganta cristalina.
Me dolía el hombro izquierdo, las piernas no me respondían: invoqué a todos los dioses, llamé a cada una de las madres de la historia, y también a los hombres ya muertos; a todos los guías.
Algo salió de la nada, enfrentándose a las antorchas encendidas, suave y rápido pasó sobre mi un pelaje reconocido, cayendo sobre la loba blanca, se deshizo el nudo que me sostenía.
Caída en el suelo la sangre salpicó mi cara, mis manos y mi vida.
El de dentellada certera cercenó aquella vida; la loba blanca gimió en su último estertor de vida.
Él se giró hacia mí, con el hocico sanguinolento y una expresión desconocida, quise levantarme y caí de nuevo como un saco de paja, como una piedra en el fondo del río.
Tenía un hombro dislocado y en la pierna una fea herida. Los otros se acercaban, había funcionado la trampa, ya estábamos él y yo fuera del bosque a su merced; sin cobijo y casi sin salida.
Se colocó ante mí, con su estampa poderosa y sombría. No aullaba, estaba preparado, era momento de cacería.

Tembló mi mano derecha, rebuscando entre mi capa hice un conjuro prohibido, magia de sangre, algo que quizá me condenaría: Me arrastré hacia la loba muerta, saqué el puñal de la cinturilla, abrí mi talega y con mi sangre y sus vísceras pronuncié las palabras prohibidas.
Cayeron cinco lobos y nueve hombres, muertos yacían al momento sin vida, sus antorchas rodaron con ellos y un relámpago iluminó los confines del bosque, había llamado a la muerte y un fuego grande pronto nos consumiría.
Todo se puso blanco, mis manos, mi ropa manchada de sangre y el que hacia mí corría.

Agarró con sus dientes mi capa y tiró de mi hacia la espesura, me venció un sueño inevitable, el dolor del brazo y la pierna ya no existía.
Tiempo después, una sensación húmeda me despertó, quizá habían pasado sólo unos minutos o tal vez días, una caricia fría me recorría, unos lengüetazos limpiaban las heridas de mi rostro, y la sangre seca que se desprendía.
Al abrir los ojos vi al lobo a mi vera, con una lanza clavada en su cuarto trasero, y una expresión infinita.
Me vi en un pequeño claro, y a lo lejos destellos de fuego que todo lo consumían.
Había un riachuelo cerca, con esfuerzo me incorporé, aún tenia mi puñal, mi capa y mi vida. No pensaba rápido casi como en un sueño me movía, cogí una rama del suelo la mordí con firmeza y di un tirón seco a mi hombro, recolocando mi articulación dolorida. Me subí la falda y, toda empapada de sangre evalué mi herida, rasgué un trozo de tela de mi enagua, la até a mi pierna con fuerza por encima de la rodilla, me arrastré hacia el río, y en su orilla me limpié y suturé con prisa mi herida.
El lobo parado al borde del río me acompañaba con la cabeza gacha y la mirada ida.
Había que mitigar el fuego, y yo ya no tenía fuerza ni esperanza en que otro conjuro nos salvaría, pero como si los dioses hubiesen visto el ataque, se desencadenó una lluvia fría, un canto venía del centro del bosque, como una letanía. Cayeron gotas gruesas y pesadas durante dos días, un humo negro surgió poco a poco de las llamas encendidas.
La hechicera había conjurado desde su cabaña a la lluvia; yo me estiré en la hierba húmeda y el lobo se acurrucó por primera vez a mi vera, con su pata herida.
Estiré mi mano y acaricié su pelaje espeso, manchado de sangre que se diluía; al fin los rayos del alba llegaron a esa noche sombría, la noche había sido larga y teníamos que encontrar un cobijo una guarida.
Él estaba débil, seguía con la lanza clavada, y sin suturar la fea herida.
Una vez mas, me salte las normas, y con la respiración entrecortada tiré de la lanza que al abandonar su carne fue acompañada de un hilo grueso de sangre; había que taponar la herida.
El lobo soltó un alarido profundo y enseñó los dientes blancos antes sumirse en un sueño inquieto, seguramente de fiebre y pesadillas.
Procedí con mano firme a curar su herida, toqué su hocico, que ardía, separando su pelaje lavé suavemente la sangre que surgía.
Hice dos emplastos, los apliqué en sendas heridas, la suya y la mía, la lluvia persistía.
Con dificultad me puse en pie buscando un cobijo, vi un pequeño saliente cerca de la orilla del río.
Apreté los dientes y tiré del lobo inconsciente arrastrándolo lentamente hasta la poco apropiada guarida.
Dejándolo allí busque bajo el saliente madera y hojas secas, hice un pequeño fuego, y puse mi puñal en él, con la punta al rojo vivo cautericé su herida; abrió los ojos y se revolvió sólo un segundo hasta que se deshizo de nuevo en alaridos.
Me senté a su vera, manteniendo el fuego, esperé a que su pelo y mi pelo se secasen, rezando para que saliese pronto del sueño; lo abandoné unos minutos largos, haciendo trampas, intentando cobrarme alguna presa, y dos días me llevó obtener algo de comida.
Al final cayeron dos liebres, suaves como el terciopelo, agradecí a la madre tierra, procedí a desuello; asé ambas siempre en el mismo fuego, comí un poco y baje al río.
Me desnudé y me lave el pelo, la ropa ensangrentada se iba clareando del carmín en aquel lecho de rocas helado como el infierno.
Volví con la ropa hecha un ovillo y desnuda junto al fuego.
Ambos seguíamos vivos.