Me atacaron una noche oscura, como la verdad y la ceniza, me
desmontaron del caballo, de mi yegua querida.
Sucedió entrando en el bosque, en el cubierto de los
druidas; salieron hombres y lobos de la nada atacando como jauría.
Tendida en el suelo me iban rodeando a un paso de la guarida; la
primera en llegar fue una loba blanca como una luna encendida. A lo
lejos se oían gritos y pasos, ruido y miedo en forma de algarabía.
No podía moverme, unas patas poderosas me clavaban los hombros
contra la hierba fría, y unos dientes afilados bailaban cerca de mi
garganta cristalina.
Me dolía el hombro izquierdo, las piernas no me respondían: invoqué
a todos los dioses, llamé a cada una de las madres de la historia, y
también a los hombres ya muertos; a todos los guías.
Algo salió de la nada, enfrentándose a las antorchas encendidas,
suave y rápido pasó sobre mi un pelaje reconocido, cayendo sobre la
loba blanca, se deshizo el nudo que me sostenía.
Caída en el suelo la sangre salpicó mi cara, mis manos y mi vida.
El de dentellada certera cercenó aquella vida; la loba blanca gimió
en su último estertor de vida.
Él se giró hacia mí, con el hocico sanguinolento y una expresión desconocida, quise levantarme y caí de nuevo como un saco de paja, como
una piedra en el fondo del río.
Tenía un hombro dislocado y en la pierna una fea herida. Los otros
se acercaban, había funcionado la trampa, ya estábamos él y yo
fuera del bosque a su merced; sin cobijo y casi sin salida.
Se colocó ante mí, con su estampa poderosa y sombría. No aullaba,
estaba preparado, era momento de cacería.
Tembló mi mano derecha, rebuscando entre mi capa hice un conjuro
prohibido, magia de sangre, algo que quizá me condenaría: Me
arrastré hacia la loba muerta, saqué el puñal de la cinturilla,
abrí mi talega y con mi sangre y sus vísceras pronuncié las
palabras prohibidas.
Cayeron cinco lobos y nueve hombres, muertos yacían al momento sin
vida, sus antorchas rodaron con ellos y un relámpago iluminó los
confines del bosque, había llamado a la muerte y un fuego grande
pronto nos consumiría.
Todo se puso blanco, mis manos, mi ropa manchada de sangre y el que
hacia mí corría.
Agarró con sus dientes mi capa y tiró de mi hacia la espesura, me
venció un sueño inevitable, el dolor del brazo y la pierna ya no
existía.
Tiempo después, una sensación húmeda me despertó, quizá habían
pasado sólo unos minutos o tal vez días, una caricia fría me
recorría, unos lengüetazos limpiaban las heridas de mi rostro, y la
sangre seca que se desprendía.
Al abrir los ojos vi al lobo a mi vera, con una lanza clavada en su
cuarto trasero, y una expresión infinita.
Me vi en un pequeño claro, y a lo lejos destellos de fuego que todo
lo consumían.
Había un riachuelo cerca, con esfuerzo me incorporé, aún tenia mi
puñal, mi capa y mi vida. No pensaba rápido casi como en un sueño
me movía, cogí una rama del suelo la mordí con firmeza y di un
tirón seco a mi hombro, recolocando mi articulación dolorida. Me
subí la falda y, toda empapada de sangre evalué mi herida, rasgué
un trozo de tela de mi enagua, la até a mi pierna con fuerza por
encima de la rodilla, me arrastré hacia el río, y en su orilla me
limpié y suturé con prisa mi herida.
El lobo parado al borde del río me acompañaba con la cabeza gacha
y la mirada ida.
Había que mitigar el fuego, y yo ya no tenía fuerza ni esperanza en
que otro conjuro nos salvaría, pero como si los dioses hubiesen
visto el ataque, se desencadenó una lluvia fría, un canto venía
del centro del bosque, como una letanía. Cayeron gotas gruesas y
pesadas durante dos días, un humo negro surgió poco a poco de las
llamas encendidas.
La hechicera había conjurado desde su cabaña a la lluvia; yo me
estiré en la hierba húmeda y el lobo se acurrucó por primera vez a
mi vera, con su pata herida.
Estiré mi mano y acaricié su pelaje espeso, manchado de sangre que
se diluía; al fin los rayos del alba llegaron a esa noche sombría,
la noche había sido larga y teníamos que encontrar un cobijo una
guarida.
Él estaba débil, seguía con la lanza clavada, y sin suturar la fea
herida.
Una vez mas, me salte las normas, y con la respiración entrecortada
tiré de la lanza que al abandonar su carne fue acompañada de un
hilo grueso de sangre; había que taponar la herida.
El lobo soltó un alarido profundo y enseñó los dientes blancos
antes sumirse en un sueño inquieto, seguramente de fiebre y
pesadillas.
Procedí con mano firme a curar su herida, toqué su hocico, que
ardía, separando su pelaje lavé suavemente la sangre que surgía.
Hice dos emplastos, los apliqué en sendas heridas, la suya y la mía,
la lluvia persistía.
Con dificultad me puse en pie buscando un cobijo, vi un pequeño
saliente cerca de la orilla del río.
Apreté los dientes y tiré del lobo inconsciente arrastrándolo
lentamente hasta la poco apropiada guarida.
Dejándolo allí busque bajo el saliente madera y hojas secas, hice
un pequeño fuego, y puse mi puñal en él, con la punta al rojo vivo
cautericé su herida; abrió los ojos y se revolvió sólo un segundo
hasta que se deshizo de nuevo en alaridos.
Me senté a su vera, manteniendo el fuego, esperé a que su pelo y mi
pelo se secasen, rezando para que saliese pronto del sueño; lo
abandoné unos minutos largos, haciendo trampas, intentando cobrarme
alguna presa, y dos días me llevó obtener algo de comida.
Al final cayeron dos liebres, suaves como el terciopelo, agradecí a
la madre tierra, procedí a desuello; asé ambas siempre en el mismo
fuego, comí un poco y baje al río.
Me desnudé y me lave el pelo, la ropa ensangrentada se iba clareando
del carmín en aquel lecho de rocas helado como el infierno.
Volví con la ropa hecha un ovillo y desnuda junto al fuego.
Ambos seguíamos vivos.