martes, 17 de mayo de 2016

Mi Lobo. Segundo Aullido



Llegó a mi vida un día cualquiera de febrero, aún cachorro, con unos ojos como el cielo de las noches de invierno; me atormentaba, rondándome, como queriendo cazarme como si entre él y yo hubiese un lazo casi casi perpetuo: una condena tatuada en su pecho; era su lengua la que lo hacía cercano y temido como una tormenta de arena en un desierto.

Rondaba por callejuelas estrechas, por un centro barroco dónde muchas de nosotras estuvimos presas. En esos días caminaba yo todavía libre, inconsciente de mi herencia, del legado de los siglos sobre mis hombros claros y mi lacio pelo.

Él ya me intuía, no atacaba, no corría hacia mi garganta desnuda, ni con las fauces abiertas, ni todavía era hijo de su padre, arma cargada y cierta. Sólo me rondaba, quizá imaginado como sería hacerme su presa.
Fueron noches largas con mañanas serenas, el tiempo era laxo y los sueños sólo sus sueños.
Sus patas se hicieron largas, su hocico inquieto, saltaba por los tejados, aprendiendo mis secretos, su manto fue cambiando y mi cabello creciendo. Lo coronaba ya una estela blanca de invierno. Se hizo adulto y lo llamaron a filas, a cumplir con lo que había sido impuesto. La caza no perdonaba ni a quienes cuyos nombres se enlazaban en el cielo.

Las magas, un día, se me aparecieron en sueños, traían un cuchillo ensangrentado, heridas por su cuerpo y un colmillo marfileño, nítido, que enterraban en un agujero. Estábamos en el monte de mi infancia, rico, pleno y lleno; robles, castaños y abedules se enredaban a la carrera e mi pelo.
Una estrella se hizo fuerte en mi frente y una angustia llenó  mi pecho, a la carrera mis pies descalzos pisaban musgo y helechos; no soñaba evasión, soñaba con él persiguiéndome, no parecía un sueño. Oía el crujir de las ramas, sentí sus patas en mi espalda y rodamos por el suelo. Con la humedad en mi frente se hizo el silencio.

Sus fauces abiertas rozaron mi cuello; ya en el suelo me giré y se abrió mi capa; un hilo de sangre bajó hasta mi pecho y un destello invisible frenó su ataque en seco. Su mirada se clavó en la mía, su lengua recorrió mi cuerpo que olisqueó primero y sin un rasguño se dio la vuelta; un aullido rompió el silencio, me miró en la distancia y entendí mi sueño. Su misión era matarme, acabar conmigo en mi último resuello. ¿Por qué me dejó libre? mi eterna pregunta y mi único consuelo.
Y bajo mi capa púrpura agarré fuerte mi cuchillo, empecé a planear como mis pájaros podían hacerse con su vuelo. Lo siguió mi lechuza, mi ave de noches en vela, la más firme, la que era mi hermana en ese tiempo.

Corrió kilómetros a paso acelerado, ella lo seguía con su aleteo, me llegaron noticias, supe que había cruzado siete ríos, siete sueños.



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