Y me llegaron noticias,
noticias de huida, de un lobo que corría como el viento por no saldar su deuda,
por salvar su vida. Una deuda contraída por su estirpe, muchas lunas antes, tantas
como siglos, con un brujo que quería dominar la Herida, hacernos siervas y
sumisas.
Hacer olvido de nuestras hierbas, de nuestras danzas, de nuestros
encuentros que desde aquel entonces se hacían a escondidas.
Lanzaba manadas de
lobos contra nosotras, las elegidas. Él, aunque poderoso, sin la ayuda del
lobo, no nos vencía. Ansiaba borrar nuestras señas, las de la madre artemisa,
los conjuros, nuestra herencia de druidas.
Y él, mi asesino, corría y corría renegando de la línea de su sangre,
hacia su estigma, hacia su propia elección de vida. No hallaba ya donde
esconderse, ni riachuelo ni cueva le servían de guarida. Lo cercaban los
hombres, con hoces y antorchas encendidas. Lo veía cada noche corriendo por la
campiña.
Siete días después, entró en nuestro viejo bosque, El Cubierto de los
Druidas, tierra sagrada, prohibida para hombres y lobos, prohibida para los que
no nos entendían.
Sus perseguidores quedaron fuera, temerosos de las muchas
maldiciones que en ese bosque se cocían. Allí en ese lugar no lo seguirían,
tenía hambre, sed y poca experiencia aún en esa vida; no sabía que era ya un
prófugo, un condenado, por no ejecutar a la mendiga. Ya no había tiempo, ahora
él, me pertenecía, el no haberme matado cuando mandaba la profecía, significaba
eso que la sentencia era falible que el vaticino del Oráculo Rojo no
se cumpliría: matar a la muchacha la noche en que soñase con magas, dientes de
lobo, sangre y heridas.
Había que aprender una
lección profunda, silenciosa y sencilla: los que encadenan su nombre en el
cielo no se exterminan.
Él era el último lobo negro; ella la última descendiente sana de la Herida, cada uno con su cadena, cada uno
en su mantra de elegía.
Cayó desmayado al suelo, ni
un sólo músculo le respondía, siete ríos, siete sueños en siete días... Pensó
que había llegado su hora, cuando su hocico no se alzó del suelo ante la
aproximación de una sigilosa sombra, pisando suave la hierba movida por la
brisa. Trajo agua fresca que caía suave y lenta por su piel mullida. Durmió
horas, tal vez días y yo lo miraba desde el conjuro del agua preguntándome el
porqué de todo aquello y si sobreviviría.
En el bosque quedaba sólo
una hacedora de pócimas, cansada e intranquila, sus ojos azules se habían hecho
ciegos, únicamente sus manos veían.
Tenía hambre, sed y sus
patas en carne viva. Se levantó suave, hasta la cola le dolía, y siguiendo el
murmullo del río pronto llegó a la orilla. Lentamente avanzó, mojando las patas
heridas, soltó un ligero gruñido y cerró los ojos llenos de mariposas
encendidas, estuvo quieto un rato, olisqueando el aire, agudizando el oído.
Intentando saber cuán lejos estaban los hombres que lo seguían.
Cuando sentí que se alzaba,
recogí mis pertenencias, hice un hatillo, apreté la talega estrecha entre mi
cuerpo y la camisa de lino, fijé a la cinturilla de mi falda mi puñal,
engarzado con piedras del destino, cubrí mi cabeza y cerré mi capa, monté sobre
el lomo de la sombra y, rauda, me puse en camino.
Debía llegar antes, antes de
que los hombres ardiesen el bosque, antes de que el lobo volviese y cercenase
mi suave cuello con una ira desconocida.
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