domingo, 12 de junio de 2016

Mi Lobo.Tercer Aullido



Y me llegaron noticias, noticias de huida, de un lobo que corría como el viento por no saldar su deuda, por salvar su vida. Una deuda contraída por su estirpe, muchas lunas antes, tantas como siglos, con un brujo que quería dominar la Herida, hacernos siervas y sumisas. 
Hacer olvido de nuestras hierbas, de nuestras danzas, de nuestros encuentros que desde aquel entonces se hacían a escondidas. 
Lanzaba manadas de lobos contra nosotras, las elegidas. Él, aunque poderoso, sin la ayuda del lobo, no nos vencía. Ansiaba borrar nuestras señas, las de la madre artemisa, los conjuros, nuestra herencia de druidas.  

Y él, mi asesino, corría y corría renegando de la línea de su sangre, hacia su estigma, hacia su propia elección de vida. No hallaba ya donde esconderse, ni riachuelo ni cueva le servían de guarida. Lo cercaban los hombres, con hoces y antorchas encendidas. Lo veía cada noche corriendo por la campiña.

Siete días después, entró en nuestro viejo bosque, El Cubierto de los Druidas, tierra sagrada, prohibida para hombres y lobos, prohibida para los que no nos entendían. 

Sus perseguidores quedaron fuera, temerosos de las muchas maldiciones que en ese bosque se cocían. Allí en ese lugar no lo seguirían, tenía hambre, sed y poca experiencia aún en esa vida; no sabía que era ya un prófugo, un condenado, por no ejecutar a la mendiga. Ya no había tiempo, ahora él, me pertenecía, el no haberme matado cuando mandaba la profecía, significaba eso que la sentencia  era  falible que el vaticino del Oráculo Rojo no se cumpliría: matar a la muchacha la noche en que soñase con magas, dientes de lobo, sangre y heridas.

Había que aprender una lección profunda, silenciosa y sencilla: los que encadenan su nombre en el cielo no se exterminan.

Él era el último lobo negro; ella la última descendiente sana de la Herida, cada uno con su cadena, cada uno en su mantra de elegía.

Cayó desmayado al suelo, ni un sólo músculo le respondía, siete ríos, siete sueños en siete días... Pensó que había llegado su hora, cuando su hocico no se alzó del suelo ante la aproximación de una sigilosa sombra, pisando suave la hierba movida por la brisa. Trajo agua fresca que caía suave y lenta por su piel mullida. Durmió horas, tal vez días y yo lo miraba desde el conjuro del agua preguntándome el porqué de todo aquello y si sobreviviría.

En el bosque quedaba sólo una hacedora de pócimas, cansada e intranquila, sus ojos azules se habían hecho ciegos, únicamente sus manos veían.

Tenía hambre, sed y sus patas en carne viva. Se levantó suave, hasta la cola le dolía, y siguiendo el murmullo del río pronto llegó a la orilla. Lentamente avanzó, mojando las patas heridas, soltó un ligero gruñido y cerró los ojos llenos de mariposas encendidas, estuvo quieto un rato, olisqueando el aire, agudizando el oído. Intentando saber cuán lejos estaban los hombres que lo seguían.

Cuando sentí que se alzaba, recogí mis pertenencias, hice un hatillo, apreté la talega estrecha entre mi cuerpo y la camisa de lino, fijé a la cinturilla de mi falda mi puñal, engarzado con piedras del destino, cubrí mi cabeza y cerré mi capa, monté sobre el lomo de la sombra y, rauda, me puse en camino. 

Debía llegar antes, antes de que los hombres ardiesen el bosque, antes de que el lobo volviese y cercenase mi suave cuello con una ira desconocida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario